La gente que me conoce sabe que una de las cosas que más odio de este mundo es el teléfono. Me parece una herramienta imprescindible, pero no soporto las conversaciones que duran más de cinco minutos. Cuando salieron los teléfonos móviles, retrasé la entrada de uno de ellos en mi vida hasta que fue inevitable, porque sabía que ocurriría lo que en efecto, ocurre: si antes cuando uno estaba de viaje nadie se preocupaba hasta las tantas de la noche que encontrabas una cabina para llamar y decir que has llegado bien, ahora las llamadas por parte de mi madre son continuas, durante un trayecto pueden llamar por lo menos tres veces: una para ver si has salido ya, otra para ver por donde vas, y otra preocupados porque aún no has llamado para decir que has llegado. No niego que el movil hoy en día es todavía incluso más imprescindible aún: te permite contactar con la gente cuando no está en casa, o quedar al estilo “nos vemos en la expo, cuando llegues me llamas y nos encontramos...”. En resumen, que la libertad que te quita por un lado, te la da por otro.
Pero aún así, odio el teléfono. Desde luego, nunca fui la típica adolescente que subía la tarifa telefónica de sus padres. Por supuesto que tuve amigos con los que a veces tenía ratos largos de conversación, aunque casi siempre llamaban ellos, pero para mí el teléfono sólo ha tenido siempre una sola utilidad: comunicar algo brevemente. Si es para quedar, ya hablaremos largo y tendido en persona. Si es para felicitar, prefiero mandar una postal. Si es para contar mi vida, las cartas tradicionales u hoy en día, el correo electrónico o los foros me resultan mucho más atractivos. Cuando se trata de enrollarme, y si lees habitualmente esto, sabrás que tiendo a enrollarme, y mucho, prefiero hacerlo por escrito, sin prisas, y con la posibilidad de revisar lo que he escrito antes de enviarlo.
Por ese mismo motivo tampoco me verás frecuentar los chats o el MSN, que son exactamente igual que hablar por teléfono.
¿Y por que no me gustan ninguna de estas tres cosas? Es difícil decirlo, pero creo que se debe básicamente a que me atan a un momento y un lugar, y además muchas veces de forma involuntaria. El teléfono, con su timbrazo que odio (tiene siempre la mala costumbre de fastidiarme la siesta y otros momentos de paz, y siempre, siempre me sobresalta cuando suena) te ata durante el tiempo que dure la conversación al lugar donde está el aparato sino es inalámbrico, y lo mires como lo mires, tienes que tener una mano y parte de tu atención ocupada. Cuando a mi me gusta poder hacer varias cosas a la vez, el teléfono es un tirano que me lo impide muchas veces. Encima me aparta de poder conversar tranquilamente con mi familia. Con el chat y el MSN pasa lo mismo, aunque esos tienen la ventaja de que no entro si no quiero, y nunca quiero... pero las pocas veces que los probé me ponían histérica, porque las conversaciones, aunque se quedasen secas de contenido, nunca acababan. Eran como los novios de las parodias “Cuelga tú!” “No, tú!”, y así te podías pasar otra hora más: “Bueno, me voy” “Vale, hablamos mañana” “Venga, pues hasta manaña” “Hasta mañana” “Que lo pases bien”. Y así sucesivamente, porque parecía feo ser el primero en cortar, y eso si en el último momento no te decían “Por cierto, que mañana voy al dentista” (por decir algo) y tenías que contestar y seguir.
Así que evito todas estas cosas como la muerte, y por eso he titulado esta entrada “Invitados y evitados”. A veces no me molesta tanto que me llamen. Cuando es alguien que vive lejos, y hay algun tema urgente que no podemos solventar por escrito... pero en general luego cuando cuelgo, me siento muy culpable. Prefiero mil veces que la gente entre en mi vida por escrito, cuando puedo controlar cuando y dónde puedo contestar, y con tranquilidad.
Algo similar me pasa (y es a raíz de lo cual he empezado a escribir esta entrada) con las reuniones de trabajo. En el trabajo uso muchísimo el teléfono, cosa algo contradictoria con mi fobia a dicho aparato, pero básicamente porque es la forma más rápida de solucionar ciertos problemas (y aún así hay días que lo tiraría por la ventana). Pero a veces nos toca organizar una reunión. Y acaba siendo frustrante, por el mismo motivo. Horas y horas dando vueltas a los mismos temas. Y puede ser agradable, incluso divertido, porque a veces la reunión acaba derivando en una conversación sobre temas más entretenidos como me ha pasado hoy con el subdirector. Pero siempre pienso en lo mucho más que podría haber aprovechado ese tiempo si hubiéramos hablado rápidamente por teléfono (o por escrito) y me hubieran dejado tiempo a solas en mi despacho para solucionar lo que fuera.
Básicamente, no me importa perder tiempo con los invitados. La gente con la que me apetece hablar en ese momento, a los que he dado pie para que me llamen. Pero cuando la gente se autoinvita y me hace perder tiempo que necesito para otra cosa, se acaban convirtiendo en evitados.
0 comentarios:
Publicar un comentario