En casa siempre hemos recibido la revistilla “El Mensajero de San Antonio”, publicada por la comunidad de Monjes Capuchinos de la Iglesia del mismo nombre en Zaragoza, y que tiene cierta popularidad incluso en toda España. Es curioso porque en realidad, no somos demasiado religiosos. Lo típico, vamos. Tenemos a Dios por ahí en un rincón de nuestra mente para cabrearnos con él cuando las cosas nos van mal (como si realmente Él tuviera tiempo y ganas para dedicarse a putearnos particularmente a nosotros) o para darle gracias cuando nos van particularmente bien (aunque eso lo hagamos con menos frecuencia, que nos conocemos)… pero eso de ir a misa, no comer carne los viernes de Cuaresma y demás… no le damos demasiada importancia, pa que negarlo.
Pero esa revista en concreto, a la que estaba suscrito mi abuelo Rafael y cuya suscripción fui renovando a su nombre cuando falleció hasta que domiciliamos el pago al mío, es un pequeño invitado en casa al que no me importa recibir todos los meses, porque pese a ser religiosa, la veo muy tolerante. Es más, el calendario que venden todos los años está lleno de pequeñas historias y fábulas, muchas de ellas provenientes de religiones alejadas al cristianismo, en un curioso ejemplo de tolerancia y hermandad. Si la historia tiene valores dignos de recordar, ¿qué importa si la achacaron a Buda, Mahoma o San Chindasvinto? Lo importante es el mensaje, y por ese ejemplo de tolerancia, yo sigo suscrita a esa revista, proveniente, por cierto, de una iglesia que en su momento pagaron y diseñaron los fascistas italianos para hacer un panteón y monumento durante la dictadura a los caídos italianos en nuestra Guerra Civil. Para que veáis como nunca se puede hablar en términos absolutos de buenos y malos, blanco y negro…
A lo que yo quería llegar es a una historia del calendario de San Antonio que me impactó especialmente.
Érase una vez un matrimonio de ancianos que celebraban ya su cincuenta aniversario juntos. No eran tiempos de grandes celebraciones, como hoy en día en que muchos hacen una comida con amigos y familiares o incluso renuevan sus votos matrimoniales. No, estos ancianos simplemente estaban contentos de estar vivos y juntos y se disponían a comer juntos como un día cualquiera más.
Cuando se sentaron a la mesa, la esposa fue a cortar un trozo de pan, y pensó para sí “caray, durante todo nuestro matrimonio me he comido la corteza del pan para dejarle a mi amado esposo la mejor parte del mismo, la miga. Después de cincuenta años juntos, yo creo que ya va siendo hora de ser un poco egoísta, y comerme la parte que más me gusta, la esponjosa y sabrosa miga, y que por una vez, se coma él la corteza”, y así lo hizo.
Entonces vio que a su anciano esposo se le nublaba la mirada y sonreía cargado de emoción, y ella le preguntó: “¿qué te pasa, amado mío?”. “¡Gracias, esposa, gracias!”, dijo él. “Gracias, ¿por qué?”, preguntó ella extrañada.
“Porque”, dijo él, “después de cincuenta años dejándote comer mi parte favorita del pan, la corteza, que tan a gusto te comías tú también, por esta vez y como regalo de aniversario, te has comido tu la miga, y me has dejado a mí la deliciosa y crujiente corteza”…
Moraleja: Menos generosidad a ciegas, y más comunicación… ¡Cuántas veces me acuerdo de esa historia cuando de pronto mi marido me dice: ¿para que me compras tal cosa, si a mi no me gusta?!. Joe, si me lo hubieras dicho antes…
Hay que comunicarse más.
1 comentarios:
A mi me gusta el pan todo el, normalmente en la mesa nos comunicamos mucho para pillar el ultimo cachito...no es justo Hermonge esta gordo...siempre me gana...maldito...cualquier día lo engollipo de pan mientras duerme.
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