Ayer pasamos por Taj Mahal, la tienda de comics más emblemática de Zaragoza, y nuestro punto de suministro de vicio habitual aparte del paréntesis que marcó la existencia de Saga. Hicimos acopio de vicio y perversión para el fin de semana, y como es lógico, y a pesar de que hoy he dedicado la tarde a la largamente pospuesta actividad sexual (o sea, lo que jode: limpiar, barrer, fregar…) ya prácticamente he devorado casi todo lo que compramos.
La lista incluyó titulos de series que teníamos abandonadas como XIII (de hecho, he descubierto que me faltan 3 números aparte del que compré ayer) o Hellboy, una lámina limitada y numerada de Victoria Francés por el exorbitante precio de 2,75 que me enamoró por la mirada verde del gatito, y, entre otras cosas más, el último número de Usagi Yojimbo.
Usagi es una serie que nos encanta, y que a pesar de mi escepticismo y reticencia ante toda serie en que animales de distintas especies convivan, hablen y tengan sociedades más o menos semejantes a las nuestras (¿cómo puede ser amigo un conejo de una zorra sin que esta última piense en devorarlo? ¿cómo puede el ratón Mickey tener a Goofy, un perro, como amigo y a Pluto, otro, como mascota? ¿cómo puede ser que los herbívoros sean siempre los guapos, listos buenos e inteligentes cuando cualquier zoólogo o antropólogo sabe que el desarrollo del cerebro y por tanto la inteligencia va unida al hecho de ser carnívoro?…) engancha desde el principio y te hace olvidarte enseguida de que el ronin de largas orejas es un conejo y su amor platónico una gatita. Es, además, una apasionante visión del Japón feudal mucho más amena que las que nos muestra tradicionalmente el manga, por mucho que Stan Sakai (el autor, japonés afincado en Estados Unidos y gran amigo de Sergio Aragonés, el ingeniosísimo creador de Groo) insista en decir que comete errores y que tiene que informarse mucho sobre la cultura japonesa para no cometerlos. O quizás precisamente por eso.
Para mí, que por cierto siempre dije que me fascinaba más el Japón moderno que el medieval, la información sobre Japón que me proporciona Usagi Yojimbo va a misa.
El caso es que la gente habla de Japón como de un planeta remoto. Todo el mundo piensa que es una cultura totalmente diferente a la nuestra, que es como otro mundo, que no podemos ni imaginar su forma de pensar… y sin embargo (a veces incluso por eso) les admiramos y nos fascinan.
Yo sin embargo siempre he tenido la teoría de que los japoneses se parecen a los españoles más de lo que queremos admitir (y si me apuras, dentro de los españoles, a los aragoneses). Entrando, por supuesto y desgraciadamente en las generalizaciones que criticaba el otro día…
De los japoneses se dice que son trabajadores, educados, corteses y muy muy disciplinados, y quizás sea eso lo que más les diferencia del español medio, que tiene fama de vago, pendenciero, mal educado y sobre todo, desobediente.
Sin embargo tengo comprobado que los españoles en general somos también nobles, inteligentes, entregados a nuestros seres queridos y muy muy muy orgullosos.
Los japoneses, también.
Yo, el año pasado, en Japón, me sentí como en mi casa.
Cierto es que yo suelo ser educada, respeto muchísimo a los demás, rehuyo el contacto físico (adoro que ellos se saluden con reverencias en vez de con dos besos como nosotros!!!) y cometo el error de devolver las cosas que me encuentro abandonadas en vez de quedármelas.
Pero es que hoy leyendo Usagi he descubierto algo que nos hermana con ellos todavía más.
Hay una historia en el último tomo de Usagi Yojimbo, “Padres e Hijos”, titulada “El Orgullo del Samurai”, sobre un ronin (samurai sin señor) arruinado, que vive con su hijo como un vagabundo y cuyo orgullo le impide trabajar como un campesino y desprecia incluso a los mercaderes por trabajar con sus manos. Vive inmerso en glorias pasadas y solo le queda su orgullo.
¿No os recuerda a algo?
A mí, sí. Me ha sonado exactamente a la descripción de los Hidalgos del Siglo de Oro español. Esos nobles venidos a menos con la llegada de la burguesía, que no tenían medio de ganarse la vida, pero cuyo orgullo les impedía trabajar con sus manos, y vivían en la miseria más escandalosa, pero siempre con sus armas y armaduras a su lado.
De hecho “El Quijote” sería una gran historia de samurais (¿cómo no se le ha ocurrido aún a ningún creador de manga?).
La única (gran) diferencia es como nos lo tomamos el resto de sus paisanos. En Japón, un samurai venido a menos que conserva su orgullo es tratado con respeto. En España, nos reímos de él.
Pero nos une el orgullo. La satisfacción de ser quienes somos, de ganar lo que somos con nuestros propios méritos, y no permitir que nadie, por bajo que caigamos, nos mire como si fuéramos algo peor que ellos.
Nos parecemos más a los japoneses que a los alemanes. Os lo digo yo, que he estado en Japón.
P.D. Nota totalmente fuera de tema. Como escribo esto primero en MS Word, cada vez que empiezo a escribir samurai, Word amablemente me sugiere que escriba “Sam Hoover”, el desarrollador del programa. Hablando de orgullo y todo eso, ¿no os parece? Tiene cohones la cosa….
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