Jonsey está mimoso últimamente. El cabroncete de él, por mucho que nos muerda, destruya cosas o simplemente pase de nosotros, se ha ganado un hueco en nuestros corazones y ahora yo no sé si sabría dormir sin sentir su peso sobre mis piernas o notar su calorcito peludo pegado a mí. Anoche sin ir más lejos se metió bajo las sábanas entre nosotros, Josema y yo, cosa rara ya que o se pone entre mis piernas o se pega a su amado amo ronroneando sin parar, y se dejó hacer todas las caricias del mundo. Es como un peluche animado.
Y llevando como llevo toda la semana viendo en la cuneta el cadáver de un pobre gato blanco atropellado (ahora el pobre no es más que piel y huesos, y hoy que me he acordado de llamar al servicio de recogida de animales muertos, resulta que no me coge nadie el teléfono), pues no puedo evitar pensar en mi pequeño peluche de ojos azules. En lo mucho que lo quiero y que lo echaría de menos si le pasase algo - ¡ya ves, yo que no quería saber nada de gatos porque me parecían mucho más traicioneros que los perros! (bueno, y sigo pensando que el perro es más bueno, fiel e inteligente que el gato. Lo que pasa es que también es más complicado de cuidar…).
El caso es que para rizar el rizo y como si el bicho muerto fuera profético, Jonsey está otra vez orinando sangre. Y cuando pasa eso yo me pongo histérica. Me lo noto. Estoy nerviosa en casa, no rindo igual, me preocupo… Y no es solo el hecho (que también fastidia lo suyo) de que esta tarde vaya a tener que echar la tarde en una visita al veterinario que además va a costar una pasta gansa. Es que mi pequeñín está enfermo, joe. Y yo ya estoy en vilo, ¿y si le pasa algo? ¿Y si no se cura y se me muere?
Lo que me faltaba, con la semana de trabajo que llevo…
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