viernes, 25 de enero de 2008

MATARILE, RILE, RILE

El otro día dijeron en la radio que según no sé que estudio, el peor día del año era el 24 de enero. Por supuesto, ayer ni pensé en ello, pero cuando hoy lo han repetido, tengo que darles la razón. Ayer fue uno de esos días en los que más me valía haberme quedado en la cama…

En realidad y gracias a Dios no pasó nada grave ni irreparable, y como siempre digo, todo aquello que tiene solución, no vale la pena preocuparse por ello.

Para empezar, Josema me llevó al trabajo. Por una vez llegamos sobrados de tiempo, así que en realidad el día prometía ir bien. La cosa se empezó a torcer cuando me llamó mi madre. Esa mañana Leo tenía consulta de Otorrinolaringología, ya que mi padre está empecinado en que el niño tiene apneas del sueño y no pararon hasta que el día 10 le hicieron pasar la noche en el hospital para hacerle un estudio del sueño (cierto es que ronca, pero yo lo achaco a su sobrepeso, que no conseguiremos atajar nunca mientras mi madre lo alimente a base de bocatas de nocilla y batidos de chocolate… en fin…). Bien, hacia final de mañana mi madre me llamó para decirme que según los resultados del estudio, se confirmaba la apnea y tenían que operarle de anginas. No voy a decir que la noticia me alegrase. Por un lado, he leído que las apneas de sueño en los niños no tienen mayor importancia y se corrigen solas con la edad, así que me repatea enormemente que se empeñen en que el niño pase otra vez por quirófano (la tercera ya en su corta vida). Por otro, claro está, me preocupa, y mucho, que le operen. En tercer lugar, por supuesto, los días de colegio que vuelve a perder (aunque la intervención sean solo dos días, luego se pegará una semana sin poder hablar).

Y además, me preocupan mis padres, de los que empiezo a sospechar un síndrome de Munchausen con cierta folie a deux, porque si Leo no está enfermo y sometido a tratamientos de choque (mi madre le enchufa la máquina compresora de aire en cuanto tosiquea dos veces, sin auscultarle ni nada), no parecen ser felices. Por extraños motivos que no termino de entender, en cuanto está en su casa, está enfermo. En la nuestra, está sano. No me acaban de cuadrar las cuentas.

En fin, como es de esperar eso me tuvo descentrada toda la mañana. Salí del despacho sobre las 3:10, esperando a Josema que por una vez venía con retraso. Tras dar varias vueltas por el aparcamiento y lamentando no tener mi coche o las llaves del suyo para ir metiéndome dentro, al final le llamé y me dijo que fuera yendo por mi cuenta al restaurante y le esperase allí.

Comimos bien, como siempre, y luego dado que él tenía que ir al Hospital Miguel Servet y yo a correos a recoger un paquete de una colección a la que me he suscrito en nombre de Leo, le pedí que me dejase por el camino, a lo que él me dijo que a cambio, aprovechase para activar su tarjeta de crédito de ING Direct, que recibió en Noviembre y aún no había activado.

A la salida de correos se me ocurrió, como suelo hacer de vez en cuando (y mi pregunta es, ¿por qué no lo hice el rato que estuve rondando por el parking del hospital?), echarme mano al bolsillo para ir preparándome las llaves para entrar en casa… Y no las encontré. Búsqueda fanática: en los dos bolsillos, en el bolso… Nada. Vale. Respira hondo. Cálmate, Sonia, y sigue con tus cometidos. Me voy al cajero automático, intento activar la tarjeta de Josema con la clave que él me ha dado (y que me he apuntado cuidadosamente en la palma de la mano, o la “palm” como dice Josema en broma, para prevenir los estragos de mi memoria de pez), y me dice que el número es erróneo. Pruebo una segunda vez, tecleando cuidadosamente, para asegurarme de que no me he colado… Y de nuevo el mismo mensaje. La madre que los parió. Para que no me retengan la tarjeta, no vuelvo a intentarlo. Ya hablaré con Josema.

Me vuelvo a casa, y decido esperar al portero, que tiene una copia de la llave del piso, para poder entrar. Tengo suerte, una chica sale y puedo entrar en el portal (tampoco tengo llave del portal, por supuesto). Me siento en los gloriosos sillones que alguien ha decidido tapizar de rojo chillón (38 años tapizados de un agradable color azul… como el tapizado rojo aguante otros 38 me siento capaz de quemarlo) y reviso el bolso y los bolsillos de arriba abajo. Ni rastro de mis llaves. Con mi flema habitual, llamo a Josema y le informo de la situación: “Pásate por urgencias y te dejo mis llaves”, dice “No hace falta, además así no podrías entrar tú. Prefiero esperar al portero”. Pero respecto a la tarjeta (que, por cierto, él se ha pegado dos meses ignorando y ahora de pronto tiene mucha prisa por activar) me dice “¿Por qué no me has llamado? Ya te he dicho que si no era ese número, era al revés”1 . Memorizo la segunda opción y, ya que aún quedan 10 minutos para las 5, que es cuando viene el portero, me vuelvo a intentarlo.

Ni de coña. Ni un número, ni el otro, que en un ramalazo de inseguridad vuelvo a intentar. Y encima esta vez sí, se me queda la tarjeta al segundo intento (que en realidad es el cuarto). Genial. Sé que son medidas de seguridad, pero caray, joroban lo suyo. En fin. Si quien tenía que hacerlo lo hubiera hecho en su momento, otro gallo nos hubiera cantado…

Me volví a casa a esperar al portero. Esta vez no hubo alma caritativa que me abriese la puerta, así que me tocó esperar fuera (al menos aproveché para coger unas recetas de mi madre en la farmacia), y encima el portero vino con algo de retraso. Poco, pero si esperas fuera sin nada que hacer te aseguro que se hace largo. Me dejó las llaves con su amabilidad acostumbrada (mucha) y por fin, a casa.

Entro corriendo a hacer pis (que llevaba un rato haciéndome, y encima con mi tos crónica es más difícil aguantarse, doy fe), y justo entonces llama Josema con su oportunidad acostumbrada, más preocupado (¿será cabrón?) por su tarjeta que por mis llaves. Cuando le digo que espere a que termine mis necesidades me cuelga, y cuando intento volverle a llamar porque las llaves, por más que busco, no aparecen, y encima, no encuentro las llaves de reserva que siempre prestamos a los huéspedes, no tiene cobertura.

Llamo a mis padres para que vayan a buscar ellos al chico. Busco por toda la casa. Llamo al hospital (la encantadora telefonista revoluciona al de seguridad para que las busque por mi despacho, pero no aparecen) y al restaurante (ídem de ídem). Así que me doy por vencida, solo queda que estén en mi taquilla. Ya me dejará Josema las llaves del León. Y cuando por fin le localizo, Josema me dice que las llaves de reserva están “en su cajón, como siempre”. Y una mierda. NUNCA se guardan en un cajón. Se guardan en un llavero en la cocina. Tiempos ha, cuando la parejita feliz (Miguel Angel y Maria Jesús) se apalancaban en nuestra casa, las escondía allí. Pero hace 7 años que no las dejo allí nunca.2

Llamo a ING Direct a ver si puedo solucionar lo de la tarjeta, pero como de costumbre, solo puede hacerlo el titular (Estoy un poco hasta los mismísimos de tener que ser la mamá de mi marido y ocuparme de todos sus asuntos bancarios. Cuando hay errores son culpa mía, pero encima como es SU cuenta, no los puedo solucionar).

Me evado en el ordenador. Estoy terminando las invitaciones de boda de Yrdin y Luna, para dárselas a los amigos en la kdd del domingo. Llama mi madre para decir que se retrasarán, que tienen que ir a buscar no sé qué con Leo en Santa Fe, así que Josema llega antes que ellos. Me deja la llave del León y me recuerda que yo, esa mañana, llevaba las llaves en el bolsillo (cierto, habíamos comentado algo sobre abrir el León antes de irnos), así que no vale la pena buscar en casa. Me marea con las invitaciones hasta que son también de su gusto. A mitad de impresión de las mismas, aparece mi madre con Leo, y se me mete en el estudio. Empieza a comentar lo obvio, que si está lleno de cosas, que si a ver si hago algo, etc., etc. La saco empujándola más delicadamente de lo que me gustaría mientras le digo “Si, mamá, cuando me digas algo que no pueda ver yo con mis propios ojos, hablamos del tema”, porque me tiene más que quemada con el estado de mi casa que el tubo de escape de una Vespa, y no tengo ninguna gana de que siga (Seguirá. Cada vez que me vea, volverá a insistir e insistir, haciéndome odiar el tema cada vez más, y que evite hablar con ella precisamente por lo mismo, ¡en fin!)

Por fin solos. Termino las invitaciones. Josema llama a ING Direct para solucionar el entuerto (y le intentan vender ni sé cuántos productos). La verdad es que luego duermo como una marmota, a mi estilo habitual, tranquila y despreocupada, y tras soñar que iba en un autobús no sé a donde y que encontraba las llaves en el altillo de las maletas del autobús porque el conductor tenía la costumbre de vaciar los bolsillos de los abrigos que se colocaban allí, a lo que por supuesto acabábamos en bronca, he llegado hoy al trabajo y, efectivamente, tenía las llaves en la taquilla. Como dicen que dijo Shakespeare, bien está lo que bien acaba.

Pero definitivamente, mi 24 de enero no ha sido un buen día.

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