Que soy una persona acumuladora y coleccionista, todo el que
me conoce lo sabe. Mi casa se acerca peligrosamente a la de un enfermo de Síndrome de Diógenes y a veces me pregunto si no sufriré yo misma esa patología. Cierto
es que con la edad (y la necesidad) me resulta un poco menos difícil deshacerme
de según qué cosas que cuando era adolescente, pero todavía me cuesta.
Y me he dado cuenta de que no es por su valor económico.
Escribir me ayuda a no perder esos recuerdos, pero aún así
me doy cuenta de que poco a poco se van diluyendo, se pierden, y me duele. De
hecho, me estaba planteando hacer el Desafío rolero que muchos amigos están
haciendo en sus blogs, y hay algunas preguntas que realmente no sé cómo
contestar: hace más de 20 años que juego a rol… y los detalles, los personajes
memorables… se van yendo… ¿Cómo decían en Blade Runner? Cómo lágrimas en lalluvia…
Entonces es cuando comprendo porqué muchos objetos tienen
tanto valor para mí.
Sin ir más lejos, y mirando a mi alrededor, aquí en el
despacho dónde estoy robando tiempo de mi trabajo
para escribir esta entrada…
La botella de agua que reciclo y traigo conmigo todos los días en mi
infructuoso intento de perder algo del peso ganado todos estos años vino desde
Hong Kong hace tres años. Cada vez que la miro, recuerdo la última mañana de
aquel viaje, recorriendo las callejuelas de esa ciudad, los puestos de comida,
las numerosas tiendas, la gente… el calor que hacía que tuvieramos que comprar
agua en todas partes. Sí, es una botella práctica, con tape en forma de vaso, y
por eso la guardé. El recuerdo es un valor añadido.
Otra mirada a mi alrededor, y veo la neverita USB que me
regalaron mis antiguos compañeros del Royo Villanova. Ya no funciona bien, y
por eso no la utilizo, pero me vienen a la cabeza las personas maravillosas con
las que compartí tantos momentos, y me trae una sonrisa, haciéndome más
agradable la mañana. Sonia, Ana, Arancha, Carlos y los demás vuelven por un
momento a estar conmigo, y eso no tiene precio, como dirían en aquel anuncio.
Miro otra vez, y veo la bolsa de tela en la que suelo traer la
botella de agua y otros trastos. La compré en Vietnam, en el viaje que hicimos
para conocer a una de las personas que ahora mismo más quiero en este mundo,
aparte de mi familia. Fue una compra casi impuesta, en un pueblecito turístico
al que llamamos cariñosamente “El pueblo de las mujeres zombie psicópatas”, ya
que desde el momento en que bajabas del autobús te acompañaban como una masa,
con sus trajes coloristas tradicionales, y no te dejaban hasta que no les
comprabas alguna pieza de artesanía. Fue una experiencia agridulce, porque me
hizo preguntarme si esas mujeres, que estaban como en un zoo (eran una etnia
protegida), no tendrían otra aspiración en la vida que vivir en un pueblo atascado
en la edad media solo para servir de atracción turística, y sobre todo me
preguntaba si los niños que veía ahí tendrían alguna oportunidad de hacer algo
diferente. Mi amiga Trinh me dijo un día que la actriz que interpreta al
personaje de London Tipton en la Serie Hotel
Dulce Hotel pertenece a esa etnia, pero el caso es completamente distinto.
Compré ese bolso, sin mucho interés, pero ahora ya veis
cuantas cosas me pasan por la cabeza cada vez que lo veo. Incluyendo una
sonrisa recordando los días que estuve en persona con una de mis mejores
amigas. Quizás nunca más vuelva a verla, pero gracias a ese trozo de tela,
atesoro su recuerdo.
Podría seguir: el pequeño estuche donde guardo los
pendrives, regalo de nuestros amigos Mabel y Damián. El trofeo del concurso de
fotografía del Royo Villanova. El broche de muñequita de fieltro que llevo en
la bata, regalo de mi cuñada. Los cuatro anillos que siempre llevo puestos,
cada uno un momento de mi relación con José Manuel…
Y esto es solo lo que tengo aquí, conmigo, en el pequeño
despacho dónde trabajo…
Os podeis imaginar como es el resto de mi casa.
1 comentarios:
manda el corazon
lo demas son tonterias
Publicar un comentario