sábado, 14 de marzo de 2009

CÓMO PASA EL TIEMPO

Para esta entrada me voy a poner un poco en modo “abuelo Cebolleta”, si no os importa.

Cuando estaba haciendo los cursos de doctorado para realizar mi tesis doctoral, allá por 1991-92, hubo una chica pelirroja a la que no conocía prácticamente de nada que un día me abordó para pedirme ayuda con unos apuntes. Entre pitos y flautas aquello se fue convirtiendo en una gran amistad que con los altibajos típicos de no vernos ni llamarnos más que en ocasiones especiales (particularmente yo, que soy alérgica al teléfono) ha durado hasta ahora.

Isabel, que es el hermoso nombre de esta amiga, es una de las personas más dulces que conozco. Tiene una voz maravillosa, y no solo me perdona todos los desplantes que le he hecho sino que encima tiene el valor de decir que la mala amiga es ella por no llamarme tan a menudo como ella quisiera (cuando la que no le llama soy yo). Cuando yo la conocí tenía una hijita de dos años, Marina, todavía más pelirroja que ella, que ya es decir, y viví a su lado su embarazo y parto de su segunda hija, tan pelirroja como la primera.

El día en que Josema y yo nos casamos, Isabel leyó en la ceremonia, y las dos pequeñas, envueltas en vestidos azules, destacaban como dos hadas entre los muchos niños que asistieron, y aunque le hice el desplante de no tenerlas como damitas de honor, mucha gente pensó que efectivamente lo eran, cosa que me hizo mucha ilusión.

El caso es que anoche cenamos en el Gran Hotel. A mi madre le daban la Medalla de Oro al Mérito Profesional por su labor como matrona, y nos invitó a la cena de la Hermandad que se celebró por la festividad de San Juan de Dios y durante la cual recibiría la medalla.

Y en el cóctel inicial, mientras saludaba a viejos conocidos de mi madre aquí y allá, y algún compañero de trabajo perdido que acudía como consorte, de pronto veo a una preciosísima camarera pelirroja que saluda a Josema. Mi pensamiento fugaz fue que era alguna conocida de su familia, pero Josema enseguida me llamó. “¡Mira, es Marina!”. ¿Marina? ¿Qué Marina?. Durante esos eternos y bochornosos segundos en los que no reconoces a alguien, la total desubicación de la persona (no esperas encontrártela de camarera en el Gran Hotel, después de todo) y el estar viendo a una bellísima mujer adulta me impidieron reconocer a la niñita de cara de duende a la que conocí con dos años de edad. Casi inmediatamente me di cuenta, y me disculpé, y no pude dejar de mirarla toda la noche.

Curiosamente no me sentí demasiado vieja. Quiero decir, no pensé aquello de “Mirala, ya es toda una mujer, que mayor me estoy haciendo”. Simplemente pensé “Dios mío, como ha cambiado”, y me admiré de la transformación, y me avergoncé del hecho de que le debo a su madre una llamada de teléfono, y una cita, porque ella sigue pensando en nosotros, y aunque yo también pienso en ella, mucho más a menudo de lo que parece, la verdad es que no se lo demuestro.

Por lo demás la noche no acabó bien del todo. Tras la entrega de medallas, hubo el típico sorteo de chuminadas regaladas por los sponsors, algunas de cierto valor, otras de ninguno, la mayoría inútiles. Leo, como es lógico, se ilusionó con que le tocase algo. Yo me acordé de aquella vez en que tuvimos un día con el Colegio de Médicos en el Parque de Atracciones, hubo también un sorteo entre todos los niños, y como había más premios que niños, en vez de hacer un sorteo con un número para cada niño, para que a todo les tocase algo, y luego una segunda ronda, dieron dos números a cada niño, de forma que al pobre Leo no le tocaba nada mientras muchos niños se iban con dos regalos. Cuando el pobre Leo (que tendría 3 ó 4 años, no más) estaba al borde de la deshidratación, le importaba un bledo el mundo, y ya sólo quedaba un regalo, por fin, salió uno de sus dos números, y se llevó el mejor regalo de todos, una pequeña televisión en blanco y negro (los otros regalos eran juguetes baratos, cometas, etc) que se sintonizaba fatal y que lleva desde entones dentro de su caja guardada en su cuarto. Ironías de la vida. A esas alturas, además, el pobre Leo estaba tan desesperado que le importaba un bledo ganar nada. Se fue a casa llorando sin darse cuenta de que se había llevado el mejor premio.

El caso es que esta vez me acordé mucho de aquella situación, aunque temía que no cayese la breva de que ocurriera lo mismo, y así fue. De cinco personas que estábamos, sólo tocaron dos premios, uno a mi madre (un pañuelo de seda bastante mono) y el otro, tras un buen rato, y cuando Leo ya llevaba un buen rato anegado en lágrimas, al propio Leo.

Desgraciadamente no pudo ser peor regalo – para eso, más valía que no le hubiera tocado nada. Una empresa tacaña regalaba una solitaria sesión de iniciación (obviamente con la intencion de que el cliente luego pagase el resto) de fisioterapia en sus instalaciones. La media de edad de los invitados a la cena debía ser de 60 años así que el regalo no iba desencaminado… pero el pobre Leo se llevó el disgusto de su vida.

Ni siquiera la intervención de Fernando Arcega, invitado también a la cena, y que demostró una vez más que es una grandísima persona y no sólo por su estatura, que vino a consolarle y a darle ánimos, le sirvió de nada*.

1 comentarios:

Nicasia dijo...

Ay eso de encontrarse a antiguos compañeros de clase y encontrarlos casados y con hijos...A mi tampoco me hacen sentir vieja pero es como si todo el mundo cambiase menos yo. Por cierto yo también tengo una gran amiga llamada Isa la que debería llamar por tlf

 
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