jueves, 26 de febrero de 2009

LIBROS SOBRE LIBROS

Hay algunos libros que tratan sobre libros. O mejor dicho, tratan sobre otro libro. En este momento y sin pensar demasiado me vienen a la cabeza La Historia Interminable, Corazón de Tinta, o La sombra del viento. Todos ellos tienen en común que el libro del que hablan se titula igual que el libro en sí, y que hay alguien, normalmente un niño o un adolescente, para quien ese libro es algo especial.

Dicha premisa me hace sentir un poco timada. Qué quereis que os diga... cuando me leo La Historia Interminable o La Sombra del Viento no me estoy leyendo La Historia Interminable ni La Sombra del Viento. Me estoy leyendo las aventuras de la persona que se lee dicho libro, pero no el libro en sí, del que como mucho disfruto algún fragmento... Me gustaría, como reto literario, encontrar un libro sobre otro libro que tenga un título original. Seguro que existe. Si además es un buen libro, ¡mejor aún!

Y es que los dos últimos libros que he nombrado me los he leído hace muy poco. Ambos hacía tiempo que estaban rondando por mi casa, como tantos libros que compramos a través de Círculo de Lectores que esperan su turno (demasiados libros para leer, demasiado poco tiempo para hacerlo), pero hasta que Josema no me enseñó un trailer de Corazón de Tinta en internet no me entró el gusanillo, y entonces pensé “Bueno, el próximo libro será ese”. Siempre prefiero leer el libro antes de ver la película, ¡y en este caso era una trilogía entera! Pero la verdad es que me ha sobrado tiempo. Han sido tres libros que me han gustado bastante, sin llegar quizás a formar parte de mis favoritos de toda la vida, pero desde luego, amenos e interesantes. Tener ya unas caras que poner a los personajes (sobre todo el protagonista, Brendan Frasier, que hasta la propia autora de la novela había elegido para el papel) ayuda mucho, lo reconozco, pero además, la historia enganchaba y resultaba interesante.



A raíz de terminar la Trilogía del Mundo de Tinta, decidí rescatar el laureado La Sombra del Viento de Carlos Ruiz Zafón. Además de las muchas críticas positivas que había leído sobre él, me animó a leerlo el ver que en la propia saga de Corazón de Tinta lo citaban como referencia, junto a titulos maravillosos como La Princesa Prometida o clásicos de la literatura infantil y de fantasía de Tolkien, Michael Ende, etc.

De hecho ya lo había intentado leer una vez, y no sé por qué me quedé atascada en las 30 primeras páginas. Pero ahora lo cogí con más ganas.

Qué decepción.

A ver, es ameno y entretenido. Tiene sobre todo un personaje, el secundario Fermín, que es maravilloso en todos los sentidos, pero sinceramente, no me ha gustado ni me ha llenado nada. Para empezar, no tenía ningún tipo de elemento fantástico. No es que SÓLO me gusten los libros con elementos de fantasía, pero de este libro daban a entender que lo había, o al menos es la esperanza que me había forjado. Pero no. Es simplemente un sainete de enredo y policíaco a la usanza de la época en la que se desarrolla la acción. No es un libro juvenil, sino para adultos, porque meten escenas de sexo torpes que además son completamente innecesarias. La historia es totalmente predecible, el romance extraño e inexistente, forzado (el protagonista se enamora porque tiene que haber una tía buena, nada más, pero por mucho que la novela esté escrita en primera persona, no hay forma de sentir lo que siente él. ¡Hasta Crepúsculo era mejor que esto!), y, lo peor de todo, es de esos libros que el autor no se relee en busca de fallos antes de publicarlo!

Por ejemplo (y esto son spoilers, así que si quereis leer el libro y medio-sorprenderos, no sigais leyendo a partir de aquí), a la muerte de uno de los personajes se reseña una noticia en el periódico en el que dice que fallece con 37 años de edad (me lo releí varias veces para asegurarme, no creais). Sin embargo, es imposible que tenga esa edad y coincida con los otros personajes de la historia en la época y circunstancias en las que dice que coincide, a menos que su viaje a París por motivos de trabajo cuando ya lleva un tiempo como tal lo realice con 13 años de edad. No sé si me explico.

Cuando ya (ojo, otro spoiler) aparece un médico que en 1919 es capaz de saber que una chica que ha tenido relaciones sexuales está embarazada ANTES de que haya pasado una semana desde que ha tenido dichas relaciones, ya mi mandíbula toco el suelo y mi cerebro me preguntó aquello de “¿Qué mierda es esta, hermana?”.

Y ya la rematadera, cuando entran en una casa abandonada en la que nos han contado, pocas páginas antes, que se mandó tapiar la habitación donde había ocurrido una desgracia... Los protagonistas llegan a la habitación directamente, sin preámbulos... y no solo está completamente abierta y accesible sino que no hay ninguna referencia a que pudiera haber estado tapiada, con ladrillos sueltos, lo que sea... Sin embargo, milagrosamente, lo que sí aparece tapiado es una cripta que no estaba tapiada antes.

¿Cómo puede tener tanta fama una novela que deja escapar unos detalles tan terriblemente malos? Imagino que ha sido todo una maniobra de marketing... y hemos picado... ¡qué lástima, por Dios! Con la de autores noveles que conozco por ahí que merecen publicar antes que este señor....

Lo peor de todo es que encima el libro venía con una sobrecubierta plagada de frasecitas del tipo "La mejor novela que he leído nunca" (¿cuántas novelas has leído en tu vida, alma de Dios?), "Me dio pena que se acabase", "No la olvidaré nunca", etc, etc. Puro empalago. Me entraban ganas de arrancarla cada vez que la novela seguía degenerando.

Debe ser verdad eso de que “el que tiene padrino se bautiza”...

SUEÑOS ACUÁTICOS

Como dicen por ahí, esto es o la gran seca, o la gran remojá. O no recuerdo ninguno de mis sueños, o los recuerdo todas las noches. Al menos en estos, no, apenas hay referencias a mi dieta...

Ayer ya se me quedaron un par de escenas. Era un sueño extraño, de esos en el que eres a la vez protagonista y espectadora, y me veía con pinta de cabaretera rubia cantando el Fever con un micrófono de pega del que me tenía que deshacer disimuladamente, cosa que hacía dejándolo sobre una mesita al acabar la canción y marchándome despacio... hasta que salía de la habitación. Entonces tocaba correr, y el ambiente era como medieval. Huía a caballo con alguien, no sé si hombre o mujer, ni que relación tenía con esa persona, ni de qué huía (quizás en el sueño lo sabía, pero ya no me acuerdo). Pero para escapar de lo que fuese, sólo había una manera. Llegábamos a una gruta en la que había un río subterráneo. Sabíamos que había una corriente que te succionaba y te llevaba al otro lado de una pared, sólo había que aguantar la respiración, zambullirse y dejarse llevar. El problema era que no podíamos dejar a los caballos en la gruta, porque entonces sabrían dónde buscar, y llevarlos era complicado. Mi compañero/a decía de zambullirnos sujetándoles de las riendas, y la corriente nos arrastraría a ambos, caballo y jinete, pero yo me preguntaba, ¿y si el caballo oponía resistencia, y entonces no daba tiempo a llegar al otro lado con vida? Sabía que se pasaba en un momento, que apenas había que aguantar la respiración, pero con un morlaco tirando de ti en dirección contraria (curiosamente no nos preocupaba que se atascase, supongo que sabíamos que el agujero bajo el agua era lo suficientemente grande), me daba miedo que se nos acabase el tiempo.

Pero como fuera quien fuera quien nos perseguía, se iba acercando, no nos quedaba opción. Me metía en el agua. Aguantaba la respiración una primera vez, pero me asustaba y no llegaba a zambullirme. La otra persona me animaba – volvía a intentarlo, esta vez me zambullía y...

...me desperté.

El sueño de hoy lo recuerdo algo mejor. Entre otras cosas, porque esta noche ha sido muy divertida y cierto gato se ha dedicado a correr en plan “hora matrix” hasta que ha conseguido meterse en mis sueños (bueno, también me ha despertado varias veces). Todo empezaba cuando descubría como teletransportarme a mi trabajo, cosa de lo más atractiva porque trabajo al otro lado de la ciudad y encima, basta que hagan una obra o cualquier cosa, para que nos incomuniquen, porque el hospital está en un barrio con muy pocos accesos. Pero claro, tampoco podía hacerlo a la vista de todo el mundo, así que tenía que buscar un sitio discretito en el que aparecer. Para ello, le pedía los planos del centro a la ingeniera, y encontraba una serie de grutas anexas, como si hubiera sido edificado sobre los cimientos de un castillo medieval o algo así, que me iban a ir al pelo, porque por ahí no se perdía nadie.

Así que tras mi primera aparición por extraños subterráneos, me metía en mi despacho y de pronto subía un hombre joven, como de treinta y pocos años, moreno, más o menos atractivo (aunque no me atraía especialmente, pero feo no era, no), a preguntarme por una historia del archivo. El muchacho en cuestión me era desconocido, aunque me sonaba un poco su cara, pero al hablar con él caía en la cuenta de que lo habían contratado para coordinar la calidad del archivo en sustitución de un hombre más mayor que también me sonaba levemente, pero con quien no tenía mucho contacto.

Yo miraba la historia en el ordenador, me sonaba pero no sabía de qué. Él me decía que era la única historia en un sobre triangular, y entonces me acordaba. Era una historia que venía directamente de un centro de Salud, en el sobre que (según mi sueño, porque lo de los sobres triangulares no es muy común que digamos) usaban en Atención Primaria, y elucubrábamos un poco sobre como podía haber llegado esa historia al hospital, para finalmente decidir que se le cambiaba el sobre por uno de los nuestros y listo.

Después decidía salir a dar una vuelta con la antigua secretaria de Dirección, no sé por qué precisamente con ella si no es que tengamos mucha relación, pero en cualquier caso decidíamos salir del hospital un momento. Pasábamos por un puesto de pinchitos de hamburguesa que olía que alimentaba, pero aunque ella me invitaba a uno yo no aceptaba (estoy a dieta, ya sabeis...). Entonces me daba cuenta de que estábamos en la playa y todo el mundo miraba hacia el mar. Había un pequeño peñasco a pocos metros de la costa, y en el peñasco se habían quedado aisladas con la subida de la marea dos personas (un hombre anciano y una mujer joven) y un gato. Una lancha de la policía estaba dando vueltas alrededor intentando acercarse, pero el oleaje era impresionante, había olas que incluso saltaban por encima del peñasco, y no podían. La gente del hospital se arremolinaba en la playa para ver lo que pasaba y recuerdo haber ido haciendo sitio poco a poco a mis compañeras de admisión para que pudieran ver mejor.

Al final, el hombre se desesperaba y se lanzaba al agua, y como si ese fuera el detonante, la lancha de la policía por fin dejaba de dar vueltas y se acercaba al peñasco. Recogía al hombre del agua y a la mujer y al gato de la piedra. Pero el gato al acercarse a la playa saltaba a la arena y corría hasta detenerse en medio del semicírculo que todos los mirones habíamos formado. Entonces me daba cuenta de que conocía a ese gato, ¡era MI gato!. Y le llamaba.

Jonsey me miraba y empezaba a encaminarse hacia mí, pero de pronto otra persona le llamaba desde el extremo de la derecha y el gato se paraba, dubitativo. La persona que le había llamado era ni más ni menos que Darth Vader. Genial. ¿Cómo podía yo competir con él? ¡¡¡Ese cabrón se iba a quedar a mi gato!!! Yo le volvía a llamar. Jonsey parecía clavado en medio. Y entonces alguien se ponía a mi lado y me ayudaba a neutralizar la llamada del Lado Oscuro... ¡Era Luke!

En realidad era como si hubieran cogido a otro actor para hacer de Luke. Un chico muy parecido a él, pero obviamente no de la edad de Mark Hamill. De esas cosas que sólo pasan en los sueños. Pero me alegraba mucho de contar con su ayuda, y me acordaba de que era porque había estudiado en mi colegio, unos cursos por debajo del mío.

En ese punto el verdadero Jonsey usó mi tripa de pista de aterrizaje y me desperté, pero me lo estaba pasando bomba, la verdad. Aún dormí 10 minutillos más, en los que descubría que las antiguas Geishas tenían la costumbre de disfrazar de chica a sus novios, pero no pude adentrarme mucho en esos misterios del milenario Japón... sonó el despertador, y ya no tenía excusa para quedarme en la cama...

miércoles, 25 de febrero de 2009

EL SENTIDO DE LA VIDA


Según “La Guía del Autoestopista Galáctico” es 42. Según los Monty Python, una sarta de despropósitos. Todos nos lo preguntamos alguna vez, y nadie tiene una respuesta.

Yo esta mañana me he levantado deseando, como siempre, que llegase el sábado. Luego, que llegase el lunes para pesarme y ver si he perdido. Me he quedado parada, asustada de hasta que punto el sentido de mi vida se ha quedado reducido a pequeñas metas: no madrugar, no engordar... Ser feliz en el día a día. No sé si eso es bueno o es malo, pero me sentí un poco vacía.

Cuando era niña, o adolescente, me daba miedo no perdurar, desaparecer de este mundo sin dejar nada atrás. Por eso escribía un diario (36 tomos llegué a escribir, ¿lo he dicho ya?), poemas, relatos, dibujos... Quería hacerme famosa, me daba igual el cómo. Cuando me quitaban la ilusión de poder vivir de mis dibujos (cosa que hicieron muy concienzudamente durante mi infancia, así me ha ido), pensaba que entonces me dedicaría a la investigación y sería una científica famosa. Todo, como digo, por mi miedo a desaparecer y no dejar nada detrás de mí. Y os puedo decir que una de las cosas que más me aterraba, más me traumatizaba, era leer artículos científicos en los que se hablaba del fin del universo como tal, y entonces pensaba que hiciera lo que hiciera, al final mi memoria se perdería cuando se perdiese la humanidad. Como veis, me lo pensaba todo a muy largo plazo.

Con el tiempo te inmunizas a esos miedos, dejas de pensar en ello, y te vas centrando más en el día a día. Ahora sé que dejo detrás de mí algo mucho más valioso que cualquier obra mía, un trocito de mi genoma que además da la casualidad de que es un ser humano excepcional (si no se descarría por el camino, que hasta Adolf Hitler fue niño alguna vez), y me río un poco de mis esfuerzos de la infancia.

Me doy cuenta de que el sentido de la vida consiste simplemente en ser feliz y disfrutarla mientras la tienes, y como soy bastante optimista, y creo que bastante afortunada (veamos: tengo un trabajo estable, una familia que me quiere, buenos amigos, no tengo deudas y me puedo permitir prácticamente todos mis caprichos, siempre que lo haga con cierto sentido común, y no me falta salud ni a mí ni a los míos), pues quiero pensar que mi vida es plena y que tiene sentido.

Pero momentos como el de esta mañana, en que durante unos segundos el sentido de mi vida se reducía a que la semana pasase lo más rápido posible, me hielan el corazón.

Supongo que como en todo, la virtud está en el término medio....

lunes, 23 de febrero de 2009

EL HOMBRE ES UN ANIMAL SOCIAL

Sabéis cuando Garfield dice eso de “odio los lunes”, ¿verdad?. Bueno, hoy mi lunes ha empezado así. A la hora de pesarme.

En realidad odio estar a dieta. Y no porque pase hambre. De hecho, llevo tres semanas de dieta y los días que la sigo a rajatabla, que son de lunes a viernes, no lo noto apenas, aunque la dieta es bastante estricta y casi no pruebo bocado. Gratifica cuando te pesas el lunes por la mañana y esos días de no comer se traducen en un kilo y pico menos que la semana anterior.

El problema está en el acto social de comer. Me pego toda la semana con la sensación de dejar a Josema colgado, ya que desde que me he puesto firme con mi dieta, se han terminado las comidas en el restaurante de al lado del hospital, que estaban muy ricas, y la atención era fabulosa y todo eso, y yo tenía cuidado y siempre me cogía verduritas y pescado en vez de un buen plato de garbanzos (que hace un año que no me como uno), pero a pesar de todo creo que tienen buena parte de culpa en mi ganancia ponderal del año pasado... Y claro, cuando la primera semana me llamaba para ir a comer (con algo de mala leche por su parte, porque ya le dije que en cuanto empezase la dieta iba a dejar de comer allí) y le decía que no, me sentía culpable por no acompañarle.

Encima, luego en casa tampoco comíamos juntos. Básicamente porque yo no comía – me tomaba en el hospital algún sustitutivo de comida tipo “Biomanán” y hasta después de la siesta no pillaba algún tentempié como un caldito o algo de fruta (cuando me pongo a dieta soy muy sibarita, esta vez me ha dado por la leche de soja baja en calorías y las frutas del bosque). Tres cuartos de lo mismo para la cena, y en cierto modo agradecía que Leo estos días no esté quedándose a dormir, porque Josema es mayorcito y se prepara la cena él mismo, pero a Leo se la tengo que preparar yo, y es bastante frustrante preparar cena (o comida) cuando no vas a cenar.

En resumen, que mi vida social familiar se resiente bastante en estos periodos, y es que el ser humano es un asco, todo lo socializa comiendo. Este fin de semana hemos tenido la cena anual de cumpleaños con mi prima Silvia, que normalmente es para Enero, pero que por diversos motivos se ha ido retrasando. En general el fin de semana relajo la dieta, y las dos primeras semanas no me ha ido mal: a pesar de comer esos dos días de forma más o menos normal, seguía perdiendo mi kilo-kilo y medio de rigor. Pero este fin de semana la cena fue el viernes, y fue copiosa. Después el sábado y el domingo tuve las comidas sociales de todos los fines de semana: el sábado con mis suegros (qué además fuese el cumpleaños de mi cuñada es anecdótico, creo que la carga calórica en realidad no cambió mucho), el domingo con mis padres. Y supongo que lo otro que lo jodió todo fue la noche del sábado, que, como hacemos últimamente demasiado a menudo, lo pasamos en casa de nuestros amigos Mabel y Damián, haciéndoles acostarse demasiado tarde para mi pobre conciencia, cenando una ensalada (por cenar algo, debería no cenar después de la comida en casa de los suegros) y encima picando luego mientras veíamos Hellboy II en la tele...

Resultado final, este lunes me he pesado, y en vez de perder peso, he ganado 400 gramos.

Quizás os parezca poco, pero cuando se supone que debería haber perdido al menos un kilo, esto es como si hubiera ganado kilo y medio, sólo por los excesos del fin de semana. Excesos que encima, como digo, son de tipo social, porque en realidad no he comido nada por hambre, sino porque en una comida familiar, tienes que estar sentado en la misma mesa que todos, una mesa llena de comida en la que tienes que comer mientras comen los demás. No vale tener cuidado, si estás dos horas hasta que sacan el café, postre y pastas, es difícil no caer en la tentación.

Odio esa maldita manía del ser humano de celebrarlo todo comiendo. Voy a tener que decidir entre quedar como una maleducada y no sentarme a la mesa durante el fin de semana (anoche durante la cena la cosa me funcionó), o darme (otra vez más) por vencida y asumir que tengo que ser obesa, que mi organismo va a ahorrar cada caloría como si le fuese la vida en ello y que cada vez que coma, volveré a acercarme otra vez al IMC de 30 que acababa de conseguir salvar.

Resultado: O me siento mal porque engordo, o me siento mal porque no comparto momentos con mi familia, empezando por mi marido entre semana y acabando con el resto de mis seres queridos el fin de semana.

Odio mi cuerpo.

TERCERAS PARTES ¿NUNCA FUERON BUENAS?

Una de mis películas favoritas de todos los tiempos es “La Princesa Prometida”. Hoy he soñado que había una segunda y una tercera parte. Las ganas, supongo.

La opinión general era que la segunda parte era malísima y no valía la pena ni pensar en ella, sin embargo la tercera era muy buena y digna de ver repetidas veces, casi a la altura de la primera y con humor ácido y buena parodia. En ella los protagonistas de la primera (Westley, Iñigo Montoya y Fezzik) eran millonarios, y habían montado un parque de atracciones basado en la primera historia, en un ambiente medieval plagado de anacronismos. Westley hacía funciones callejeras, como si él fuese el secundario cómico en vez del cerebro del grupo, junto con Iñigo. Recuerdo a Iñigo con una preciosa camisa roja y Westley con el mismo modelo en azul, como si fuera el típico ayudante del mago, con un montón de chiquillos a su alrededor, retándoles a subir un pequeño muro para ver mejor. Y de pronto Westley desaparecía y volvía a aparecer por otro lado vestido de verde con un gorro de Robin Hood hecho de papel y empezaba a aupar a los niños para rabia (fingida) de Iñigo. Mientras, Fezzik venía con el equivalente medieval de un camión de gran tonelaje, con “enormes mujeres” (como las que Westley le deseaba que soñase en la película original) ligeras de ropa pintadas en los laterales. Venían todos a alojarse en un bonito hotelito de lujo en un pueblecito de montaña, a una habitación preciosa decorada con gasas y encajes, en la que de pronto era yo la que estaba alojada allí. Ahora estábamos en la época actual, el mundo real, y el pueblecito era un lugar turístico al que había acudido con Josema tras aparcar en una callejuela, bastante moderna y cercana al hotel, con mucha suerte.

Salíamos a dar una vuelta, y parábamos en una terracita a tomar algo. Josema pedía algo de picar y nos sacaban una especie de bolitas rebozadas en cuyo interior había algo parecido a carne picada, pimiento y un huevo frito de codorniz. Josema me animaba a probar al menos una, a pesar de mi dieta, y aunque me resistía, al final apartaba el pimiento y la probaba – el huevo de codorniz era demasiado tentador...

Pero gracias a Dios, el despertador me salvaba de caer en la tentación.... O quizás no... en el fondo la comida que comes en sueños no engorda, ¿no?

sábado, 21 de febrero de 2009

ENTRE RODAJES

Esta mañana he vuelto a recordar un sueño. ¡Bien! Llevaba bastante tiempo en que lo poco que soñaba se me escapaba como gelatina entre los dedos y hoy me ha hecho hasta ilusión recordarlo. Supongo que se ha debido a que me he despertado más o menos pronto, y como podía seguir durmiendo, antes de volverme a dormir lo he rememorado todo... Y no es que fuera el mejor sueño del mundo, pero me lo estaba pasando bien.

Imaginaos, el equipo de rodaje de la serie House se había venido hasta el hospital Miguel Servet de Zaragoza. Que no es en el que yo trabajo, pero bueno. Por algún motivo yo tenía un pequeño papel, no muy importante, eso sí. Había, como en casi todos los episodios de la serie, había un caso principal y otro secundario. El secundario era sobre un lince (foto descaradamente robada a Damián Navas, pero es que es exactamente la misma imagen de mi sueño...) que decían que se había comido a una persona, y ahí teníamos al equipo intentando demostrar lo contrario. En el principal había un hombre que decía ser Jesucristo y que podía caminar sobre las aguas. Cómo terminaba el episodio, no lo sé. Al estar metida en el rodaje no veía la mitad de las escenas, y no me sabía el guión del episodio completo, así que no tenía ni idea.

Pero me mezclaba con el equipo y disfrutaba muchísimo. Hacía cierta amistad con Robert Sean Leonard (Wilson), que me parecía un hombre encantador, muy tierno y simpático, y con gente de los que están detrás de las cámaras. Hasta el punto que una de producción me llamaba y me decía que me iban a ofrecer un papel fijo (¡guau!), y yo le preguntaba si me valdría ahora que iba a adelgazar (según mis cálculos, para Mayo estaré en mi peso ideal...). Entonces ella me decía que seguro, que para el papel tenía que pesar menos de 116 kgs... y me quedaba chafadísima, porque no era eso lo que yo pesaba... ¿era posible que aparentase tanto?
Supongo que intenté recordar el sueño para quedarme con las partes agradables y quitarme el mal sabor de boca del final, porque la verdad, había sido un golpe bajo. Muy, muy bajo...

martes, 17 de febrero de 2009

PERSÉPOLIS

Y... después de un montón de días sin escribir, en vez de contar cosas de San Valentín, del viaje a Teruel o sueños que por algún motivo llevo días sin recordar, os voy a hablar de Persépolis...

Todo empezó con el anuncio del Golf, aunque parezca mentira. Hace unos meses Volkswagen nos sorprendió con un anuncio en el que la música era una versión del Eye of The Tiger que salía en la película Rocky III, pero cantada por una deliciosa voz femenina y con un acompañamiento melódico de guitarra, piano, violines y alguna trompeta en el estribillo.



Leo es un fan de esa canción en todas sus versiones, así que enseguida mostró interés por el anuncio, y como soy una mala madre que le da todos los caprichos, me puse a investigar. Me costó lo suyo, no os creáis, porque cada vez que buscaba en google las distintas versiones de la canción, por algún motivo no la relacionaba con ninguna película, y menos con Persépolis, obra de cuya versión original en cómic había oído campanas, pero que no veía que podía tener que ver con Eye of the Tiger.

Pero tras varias horribles versiones en Jazz y acústicas que sólo se encontraban en Youtube, por fin pude oír la versión de Persépolis, y, ¡bingo! Pues va a ser que sí... la hermosa canción estaba en la BSO de dicha película.

La cosa se quedó en standby. Leo ya tenía su canción y mi curiosidad y mi ego ya estaban satisfechos... Pero lo poco que había leído sobre la película en plena búsqueda se quedó en mi subconsciente, y cuando la semana pasada Josema encontró una emisión de la misma haciendo zapping en el canal Cinemateka, me senté en el sofá y no me perdí un fotograma.

La película me sorprendió muy gratamente, pese a mi aversión por el cine en versión original subtitulada (al menos estaba en francés, y me coscaba de los diálogos sin tener que leer demasiado), por los temas políticos y por las películas de guerra en general. En su día el cómic de Persépolis tampoco me había llamado la atención por lo mismo, y porque además el tipo de dibujo, simplón e infantiloide, no me llamaba nada.

Así que doble sorpresa, la verdad. Las aventuras autobiográficas de Marjane Satrapi me engancharon. La animación me pareció soberbia (respetando el dibujo simplista y sin embargo, dándole un realismo, una continuidad y una fluidez que a veces se está perdiendo en la animación moderna). Y la historia me dio mucho, pero mucho que pensar. Hasta el punto que el pasado sábado me encontré el cómic original, en el que está basado la película, como regalo de San Valentín.

No voy a contar el argumento de la historia, para eso os miráis los enlaces sobre la misma, o mejor aún, la veis o la leéis, que merecen la pena. Pero a mi me recordó mucho algunas cosas de mi infancia, y sobre todo cosas que me contaban mis padres. Y es que al principio de la historia, Marjane (que tiene sólo dos años menos que yo, por lo que ambas hemos vivido las mismas épocas) vive con sus padres en el Irán del que yo escribí en un trabajo para el colegio (¡cómo me acuerdo de ese trabajo! No sé por qué, pero el nombre del Sha se me quedó grabado), bajo una dictadura que me recordaba muchísimo a la España de Franco. Así, se puede ver que tienen muchas libertades coartadas, pero tienen buenos puestos de trabajo, visten más o menos como quieren, pueden ser, en cierto modo y sin extremismos, ellos mismos... No es la mejor forma de vida, eso está claro, pero de pronto estalla la rebelión... y entonces sí que lo pierden todo, bajo el fundamentalismo islámico...

Y me recordó tremendamente dos cosas que me contaban mis padres, quienes, en muchas cosas, se parecían a los padres de Marjane. Una, la respuesta que escogió mi madre en una encuesta de Círculo de Lectores, en la que le preguntaban “¿Qué prefieres, Libertad sin Paz, o Paz sin Libertad?”. Para mi sorpresa de adolescente revolucionaria (todos lo hemos sido, de una forma u otra), mi madre eligió Paz sin Libertad. Cuando yo le pregunté por qué, me respondió, simplemente "Porque sin Libertad, puede haber Paz, pero sin Paz, no hay Libertad”.

Qué gran verdad.

El otro recuerdo que Persépolis me reavivó, fue nuestro viaje a Yugoslavia, allá por 1981, cuando Yugoslavia todavía era un país. Si algún día tengo tiempo y ganas, supongo que tendré que ir escribiendo sobre viajes pasados. Todo viaje es una aventura, todo viaje es una experiencia única, porque aunque vuelvas, como comprobamos el año pasado en Irlanda después de 10 años, ya no es el mismo lugar ni tú eres la misma persona.

Yugoslavia ya no existe. Cuando nosotros fuimos allí, españoles recién entrados en la democracia, Yugoslavia todavía estaba bajo la dictadura de Josip Broz Tito. Como en tantos viajes, la gente fue maravillosa y nos trató exquisitamente, hasta el punto que una familia nos invitó a tomar café en su casa, a pesar de que ni ellos hablaban español, ni nosotros su idioma, y que nuestro inglés, por aquel entonces, era rudimentario. Mi padre, por el método “Yo Tarzán-tú Jane”, con el que se expresa maravillosamente, se informó apasionadamente de la situación política en el país (estábamos en zona pro-albanesa, en una de las provincias en las que luego estallaría la guerra, así que imaginaros el ambiente). No sé si fue después de esa visita o en otro momento del viaje, pero durante el mismo, mi padre me comentó casi confidencialmente: “Esta gente nos trata así de bien porque nos admira. Los españoles hemos salido de una dictadura de forma pacífica, para pasar a un estado de democracia y libertad”. Yo entonces, con 13 años, lo entendí a medias. Me refiero a que lo que había pasado en España me parecía lo más natural del mundo: Franco había muerto, y España había evolucionado a un sistema de gobierno racional y moderno, ¿por qué no había de ser así?.

Al ver Persépolis me acordé de las palabras de mi padre, igual que me había acordado de ellas cuando estalló la guerra en Yugoslavia. El final de una dictadura rara vez es pacífico. Y cuando desaparece la paz, desaparece la poca libertad que se tenía durante la dictadura.

Son cosas en las que no pensamos, porque a estas alturas parece que no nos afectan. Pero cuando ves esas historias, las ves narradas en primera persona, y te das cuenta de que a esas personas les han ocurrido de verdad, de pronto descubres que sí, que también te podía haber pasado a ti.

Y te sientes muy afortunado, y repites ese mantra de “Virgencica, que me quede como estoy”....

domingo, 1 de febrero de 2009

PIEDRAS DE LUNA


Hay una tendencia errónea, sobre todo en el foro de rol en el que estoy logueada con el nick de “Luna”, a creer que soy una fan de este astro. Por ello, ya van dos veces que en la canción que me dedican en el frikinvisible me quedo con cara de gilipollas cuando eligen un tema con la palabra “Luna” en el título y como son temas que, aunque preciosos, no les veo especial relación conmigo, no caigo en que se refieren a mí. Y eso que cuando Dollzone sacó en su promoción de Navidad dos muñequitos llamados “Luna y Leo”, cada vez que los nombraban yo daba un respingo, por la casualidad de leer los dos nombres juntos... Siempre pensaba que se referían a Leo y a mí.

PhotobucketPero “Luna” es el personaje que Josema creó para sus historias, la orgullosa princesa Tanai que luego tomó forma de muñeca de resina y, a través de ella y de los foros dedicados a estas muñecas, perfiló algo más su personalidad. De Luna yo elegí su nombre, sí, pero no porque sea una especial fan de la luna, la verdad. Ni porque me identifique con nuestro satélite. Simplemente, porque yo no tengo la imaginación de Josema para inventarme nombres, así que utilicé una palabra cuyo sonido me gusta (tengo predilección por los nombres que tienen la letra L), y me evoca cosas románticas y hermosas...

Sin embargo, el sábado por la mañana, cuando nos recorrimos las calles de Madrid cercanas al hotel en busca de tiendas frikis, caímos de casualidad en dos tiendas interesantísimas, a las que me gustaría volver. Una, Volvoreta, está más dedicada a juguetes antiguos y curiosidades. Me fascinaron sus cajitas de música, y, sí, cayó una... (entre otras varias cosas), aunque me gustaría comprar alguna más. Eran diferentes, originales, y con melodías nuevas... casi se hace raro de ver.

En la otra, Geotierra, entramos porque a Leo le habían recomendado poner un trozo de obsidiana bajo la almohada para superar sus miedos nocturnos. Habíamos comprado un huevo de obsidiana marrón en la zaragozana Tarsis, un huevo pequeñito y caro (17 euros), en el que el propio Leo tenía poca fe, y prefirió utilizar uno que compró en el mercadillo de minerales de los domingos de la Plaza San Francisco, hace muuuchos años, y que tenía olvidado en una estantería de su cuarto. Resultó ser de Obsidiana nevada, y más grande que el otro, y con ese ha hecho sus primeros (y también infructuosos) intentos de dormir solo.

Así que el tenía el gusanillo de comprar “el huevo” de obsidiana perfecto, y entramos... Allí, por menos dinero que en Tarsis, encontró uno completamente negro, más grande, que le ofreció mucha más confianza, y de paso, entre ángeles de amatista, panteras de malaquita, e icosaedros de cristal de roca, encontré una cosa que me enamoró.

Un collar de piedras de luna.

Había visto alguna vez las piedras de luna, de refilón, como tantos y tantos minerales, pero nunca me había fijado en ellas. Este collar, sin embargo, se enganchó a mis dedos. Era como si tuviera luz de luna encerrada en cada una de sus piedras. Me recordaba a mi piedra favorita, el ópalo, que también destella con luz de todos los colores, aunque esta era como más uniforme, y, como digo, lo más sorprendente era como parecía albergar la luz en su interior. Es más, después de haber “convencido” a Josema de que me lo regalase (ojitos, ojitos...), vi un colgante en forma de tortuga del mismo material y también tenía esa extraña luminosidad.

En ese momento sí que sentí que la Luna tenía algo que ver conmigo, que necesitaba tener ese trocito de su luz para mí sola. Quizás, después de todo, quienes me dedicaron “Fly me to the moon” o “Black moon”, tenían razón...

PEQUEÑOS MILAGROS

Ya estamos de vuelta en casa, y antes de lo previsto, debido al temporal de nieve que ha caído en Madrid. Al principio, esta mañana, ha sido hasta entrañable. Nos ha costado mucho, pero mucho, mucho, despertarnos, y eso que queríamos habernos escapado al Museo del Prado para que Leo se culturizase un poquito; pero la habitación estaba oscura como boca de lobo y aunque anoche nos acostamos más bien pronto, esta mañana no apetecía nada levantarse. Josema se ha levantado a las 9, y yo tras dos cabezadas no he conseguido despegar la cabeza de la almohada hasta las 10 de la mañana, así que entre pitos y flautas, bajábamos a desayunar a las 11.

Desde el mismo buffet del hotel hemos visto la nieve. Era impresionante, copos de más de 3 centímetros de diámetro. Parecía Navidad.

Pero Josema pensaba en lo que eso podría representar para el viaje de vuelta, e insistió varias veces en que quizás deberíamos irnos directamente a Zaragoza en vez de ir a ver museos o lo que fuera. Dado que la noche anterior nos habíamos arrepentido de no haber cogido las entradas para la Academia Jedi el domingo por la mañana, ver que ahora no íbamos a aprovechar la mañana del domingo casi compensaba por esa decisión.

Así que hemos ido a pagar el hotel, y nos hemos llevado la agradable sorpresa de que con los puntos de la tarjeta NH (que Josema recopila en sus viajes de trabajo) el alojamiento nos salía gratis. ¡Vaya! ¿Y el parking? (un parking, por cierto, que cada vez que entrábamos mi admiración por Josema como conductor aumentaba hasta la idolatría, ya que yo me hubiera quedado atascada en la primera curva cerrada de las muchas que tenía) “Ese me ha dicho mi compañero que no os lo cobre”, nos dice, amablemente el recepcionista – y es que la noche anterior, mientras esperábamos la cena de Telepizza, se nos había roto la pata de la cama y el recepcionista del turno de noche tuvo que subir a hacernos un apaño. La verdad, todo un detalle, porque en estas vacaciones en el hotel de Londres a mis padres también les hicieron bastantes faenas y no nos hicieron el más miserable descuento para compensarnos...

Me acordé de que anoche también nos había salido algo bien de puro rebote. Cuando pedimos la cena coincidió con que mis padres me habían llamado por teléfono, así que yo estaba hablando por el móvil mientras Josema hablaba con Telepizza por el teléfono del hotel. Resultó que, por un fallo de coordinación, Josema se equivocó con el postre de Leo, y en vez de trufas, que es lo que Leo quería, le pidió helado de chocolate, que también le gusta mucho. El caso es que al cabo de un rato bastante largo, de pronto llamaron de Telepizza para decir que el helado de chocolate se había agotado, y que qué queríamos a cambio, con lo cual aprovechamos para pedir las trufas. Me pareció un pequeño, insignificante milagro, pero que nos alegró la noche.

El caso es que en cuanto salimos del hotel comprobamos que no había la menor oportunidad de ir al Museo del Prado, a pesar de que según el teletexto la A2 no tenía problemas de nieve. La nevada estaba arreciando y a Josema no le dio ninguna confianza, así que llamé a mis padres y les dije que llegaríamos sobre las 3 y media, a tiempo para comer algo con ellos.

Y cogimos la carretera.

La salida de Madrid fue preciosa, bajo la nieve y con todos los jardines blancos. Luego hubo un tramo en que la nieve se había convertido en lluvia y todo estaba gris y triste. Durante ese rato me dio pena habernos ido. Pero nada más pasar Guadalajara, a la altura de Torija (donde el castillo apenas se adivinaba tras un velo blanco de lluvia y nieve), volvimos a encontrarnos con nieve, mucha nieve, incluso por la carretera. Esta vez la nieve ya no estaba sólo en los campos o el arcén, sino que teníamos que conducir despacio porque la propia carretera estaba blanca.

De pronto, unos metros por delante nuestro, vimos un coche amarillo que se salía al arcén, como si quisiera parar allí por algún problema. Y mientras nos preguntábamos por qué lo había hecho (no parecía haber patinado, simplemente había salido despacio como si esa fuera su intención), vimos claramente que los otros dos coches que nos precedían perdían el control. Josema intentó frenar, porque estaba clarísimo que esos dos coches iban a colisionar, y teníamos toda la carretera cortada (el amarillo en el arcén, y los otros dos en los dos carriles de la autopista). Pero nuestro coche no paró: había hielo en el asfalto. Continuó en linea recta, mientras los dos coches de delante, como en un ballet, a cámara lenta, chocaban lateralmente, y debido a la inercia del golpe, volvían a separarse... Todo muy despacio. Yo iba agarrada al asa esa que hay sobre la puerta, sí, esa que todos nos agarramos a pesar de que no nos va a salvar si hay un golpe, preparada para chocar. Sabía que sentiríamos un impacto, aunque como íbamos tan despacio (o esa era la sensación que me dio, aunque Josema dice que íbamos a 50-60 por hora), esperaba que sólo afectase al coche, y no a nosotros.

Y entonces el coche pasó, limpiamente, sin rozar a nada ni a nadie, entre los dos coches que habían chocado delante nuestro, por el estrecho hueco que habían dejado al separarse.

Josema no se lo creía, ni yo. La adrenalina y el alivio se respiraban en el ambiente, y por un momento, creímos en los milagros.

Eso sí, tuvimos que parar a echar gasolina, y aprovechamos para desahogarnos con el pobre gasolinero, a quien le importaba un bledo nuestra experiencia, pero que nos escuchó porque era buena persona y escuchar es parte de su trabajo. Y todavía nos preguntamos cómo pudimos tener tanta suerte, y si la Fortuna nos pedirá algo a cambio.

Al menos, llegamos a casa sanos y salvos, y cuando pocos kilómetros después la nieve desapareció completamente, todo pareció un sueño. Desde luego, como un sueño lo viví yo, despacio, a cámara lenta, y casi con música clásica de fondo...

 
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