viernes, 11 de julio de 2008

TERRORES NOCTURNOS

Cuando yo era niña, me daba terror dormir sola.

No es que tuviera miedo a los fantasmas(que lo tenía, pero no creía que hubiera ninguno por casa), o a monstruos (en muchos de los cuales no creía), o incluso a la oscuridad.

Yo tenía miedo a la muerte.

Era un miedo muy angustioso. Llegaba la hora de dormir, y como mi mente vagaba libre, porque en esos minutos previos al sueño no hay otra cosa mejor que hacer, acababa preguntándome qué había después de la vida, qué significaba que de pronto, uno dejase de existir, y miles de miedos y preguntas acudían a mi cabeza. Había diversas variantes, por supuesto, y recuerdo haber pasado auténticos sudores fríos pensando en la angustia que debía representar ser enterrado vivo, o en qué iba a pasar cuando se terminase el universo (porque entonces, incluso las almas inmortales, ¿a dónde irían?).

En resumen, creo que le tenía miedo a la nada. Por eso de niña quería ser famosa. No me importaba como lo consiguiera, si como pintora, actriz, científica o lo que fuese. Sólo quería que después de mi muerte, alquien me recordase.

Lo único que me tranquilizaba a la hora de dormir era abrazarme a alguien. Así que cuando podría (o sea, cuando mi madre tenía turno de noches) dormía con mi padre, y más tarde conseguí que mi abuela desterrase a mi pobre abuelo a mi dormitorio y durmiera conmigo. Pasé temporadas que no me quedaba más remedio que dormir sola, y en esas, cuando la angustia me podía, me levantaba, me iba al cuarto de estar y me pegaba un rato mirando por el amplio ventanal las luces de las farolas y la tranquilidad de la calle. Por algún motivo eso calmaba mi pobre corazón y volvía a la cama relajada y solía poder volver a dormirme.

Siempre he recordado una pesadilla que tuve muy de niña. No recuerdo la edad, y puede que fuese incluso más mayor de lo que pienso, pero seguro que tenía menos de 10 años. Era la época en la que Miguel de la Quadra Salcedo hacía un programa especial sobre los Viajes de Marco Polo (de hecho el sueño empezaba con algo relativo a uno de los capítulos de esos documentales), y también la época en que le cogí a escondidas a mi madre un libro sobre el desarrollo del bebé en el útero materno.

Tener una madre matrona te curte para según que cosas, y recuerdo que de niña no quería tener hijos porque ella nos contaba visicitudes de partos difíciles y nacimientos de niños malformados que me ponían los pelos de punta. También hacía que desde niña supiera de dónde venían los niños… lo de la cigüeña era una broma entre mi padre y yo, que decía que mi madre trabajaba en la estación dónde arribaban las cigüeñas con su carga.

El caso es que en realidad el libro aquel no me estaba prohibido, pero tenía cierto morbo mirarlo sin que nadie lo supiera. Las imágenes de los primeros estadios del feto eran aterradoras, y mi mente infantil por supuesto no las imaginaba a la escala real que tenía.

Esa noche, como digo, tuve la peor pesadilla de mi vida.

Tras recorrer las montañas de Marco Polo, había llegado a una especie de hotel, o casa, o lo que fuera, en la que iba a pasar la noche. Hacía allí un amiguito, sospechosamente parecido al Pedro de Heidi (otro elemento de la época en que lo soñé), y disfrutaba jugando con él. Pero llegó la noche, y por algún motivo no podía dormir, porque había algo siniestro en ese lugar.

Así que me levantaba y recorría las habitaciones, hasta que llegaba a los sótanos, donde, como en un laboratorio macabro, tenían varios recipientes con embriones humanos en su interior. Recuerdo la iluminación, en tonos rojos como las antiguas salas oscuras de revelado fotográfico, y los recipientes con esos macabros bichitos, que aunque tenían el aspecto de los fetos poco desarrollados de las primeras semanas de vida, tenían (ya he dicho antes lo de mi falta de escala), el tamaño de bebés ya formados, por lo que aún eran más horrendos.

Yo vagaba asustada entre las salas, hasta que al final llegaba a un pasillo y me encontraba a mi amigo Pedro. Intentaba decirle que teníamos que salir de allí, que algo horrible pasaba en ese lugar, pero de pronto una especie de brazo mecánico salía de una mesita de disección que allí había, y le agarraba del brazo. Pedro no se lo tomaba mal, y en una especie de danza macabra se dejaba arrastrar por el brazo en cuestión hasta la mesa. El brazo, pese a ser delgadurrio y endeble, le levantaba en volandas y le tumbaba en la mesa, y automáticamente, en cuanto quedaba tumbado, Pedro se derretía como si fuese de mantequilla.

Creo que fue en ese momento horrible en el que me desperté aterrorizada y corrí a mi ventanal, a relajarme viendo el aburrido mundo real.

Es curioso porque mis más terribles miedos parecen estar relacionados con el antes y el después de la vida. Los dos principales interrogantes: de dónde venimos, y a dónde vamos… ¿Qué era yo, antes de ser yo, y qué seré, cuándo deje de serlo?

En realidad, sigo teniendo ese miedo, pero con la edad he desarrollado un sutil mecanismo de defensa: no pensar en ello.

Pero ahora revivo un poco la situación con Leo.

Leo también es incapaz de dormir solo.

Asumo mi parte de culpa, porque cuando él nació, con su padre pasando la mayor parte del tiempo en Madrid por motivos de trabajo, para mí era mucho más cómodo (y gratificante) dormir con él en mi cama en vez de tenerle en la cuna, donde ver que él no se dormía me tenía en vela a mí también. Lo de tenerle en otra habitación ya era impensable… incluso cuando fue creciendo, la sola idea de levantarme 3 ó 4 veces durante la noche para tranquilizarle, darle agua, etc, me volvía loca. Además para mí mi sueño es sagrado, y despertarme varias veces durante la noche, más aún cuando al día siguiente tengo que madrugar, me pone de una mala leche tremenda.

Así que los primeros 3 años de vida de Leo durmió conmigo sin problema.

Visto el panorama, incluso nos compramos una cama de matrimonio más grande (1,60, lo máximo que cabe en nuestro dormitorio) para poder dormir juntos los tres.

Y así fuimos aguantando un poco más. Algún día hacíamos algún tímido intento para conseguir que Leo durmiese solo, pero nos rendíamos fácilmente.

Pero claro, cada vez es más difícil. Leo tiene ya 8 años, y abulta como si tuviera 11. Además, duerme inquieto y da muchas patadas, así que cuando duerme con nosotros, nos despertamos baldaos. En algún viaje, sobre todo los que hemos dormido en albergues con literas muchas personas juntas, conseguía que se durmiera estando un ratito con él en la litera y luego me iba yo a mi cama y dormía toda la noche de un tirón. Pero por algún motivo, en casa no hay manera.

Nos prometió que cuando comulgase empezaría a dormir solo. Así que esta semana de vacaciones, en la que no tengo que madrugar, hemos decidido que por fín pondría en práctica los buenos propósitos.

Hemos empezado gradualmente. Para mí, el famoso método Estivill está claramente escrito por un señor que no tiene hijos, o, al menos, no tiene instinto maternal. Dejar que el niño llore hasta desgañitarse a mí, por lo menos, me rompe el alma. Así que el trato ha sido el siguiente, desde el día de la comunión: Yo me quedo un ratito con Leo hasta que se duerme (normalmente me acabo durmiendo yo también), me marcho a mi cama, y si duerme toda la noche de un tirón, bien; si no, viene a buscarnos y, si tengo fiesta, yo me voy otra vez un ratito hasta que se vuelva a dormir, si no, le cambiamos el sitio o mi marido o yo, y duerme en nuestra cama lo que queda de noche, para no perder horas de sueño, que puede ser agotador.

No hay forma de que duerma de un tirón ni una sola noche.

Y estas vacaciones están siendo agotadoras. Todas las noches, sin excepción, se despierta sobre las 4,30. Si me quedo con él y me vuelvo a ir cuando se duerme, vuelve a despertarse. La otra noche me desperté con la horrible sensación de que me caía de su cama y me fui a la mía – a los 5 minutos vino él detrás de mío.

Estoy de vacaciones y puedo despertarme a la hora que me de la gana, pero esto es agotador. No puedo mas.

Hoy hemos pasado al modo “tirano” y le hemos dicho que nos encerraríamos para que no pudiera entrar a buscarnos, el resultado es que se durmió nervioso mucho más tarde, y cuando yo me he ido a mi cama la que casi no se duerme he sido yo, destrozada, asustada, pensando en cómo se iba a sentir cuando se viera con la puerta cerrada, y cuando a las 5,30 ha llamado a nuestra puerta casi he sentido una sensación de alivio y me he ido con él.

Me daría por vencida, lo juro. Por que además, por lo que he dicho antes, le entiendo. Yo también he tenido miedos, y con la edad he acabado decidiendo, yo, de motu propio, que quería dormir sola. Pero también entiendo que mi marido se casó conmigo para dormir conmigo, y quiera que el pequeño duerma ya de una vez en su cama. Y aquí estoy, partida por la mitad, sintiéndome culpable con respecto a los dos, al padre y al hijo, y preguntándome si no podría comprar una cama de 2 metros de ancho o más para meternos los tres sin problemas…

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