martes, 1 de julio de 2008

MONTAÑAS RUSAS

Este fin de semana nos escapamos al Parque Warner con Gema, Mabel y Damián (como bien él ha descrito en su propio blog cuando por fin subo esta entrada).

Fue un fin de semana irrepetible en el que además por algúna broma del destino pudimos disfrutar del parque sin las esperas que hacen odiosos todos esos lugares. No sé si fue porque estaba todo el mundo en la Expo, si fue por la final de la copa de Europa de fútbol (que suerte la mía que ni me guste a mi ni le guste a la gente que me rodea), o simplemente porque nos tenía que tocar. Creo que solo me quedé con las ganas de dos cosas: repetir en el Simulador de Batman a ver si se me pasaba el mal sabor de boca que nos había dejado la primera vez por la ineptitud de las encargadas (que tras vernos esperar en la puerta bajo el sol durante más de media hora y asegurarnos que esa era la puerta que iban a abrir, abrieron otra y permitieron que un buen montón de gente nos pasara por delante, con lo que nos enfurecieron lo suficiente para que a) no nos compensara que al final, nos dejasen pasar los primeros como nos correspondía y b) encima, hubiera gente luego en el parque que tuviera la desfachatez de señalarnos con el dedo y decir que eramos nosotros los que nos habíamos colado), y la segunda, ver la película en 3D de la tarde, que descubrí cuando ya teníamos que volver que era diferente de la de la mañana, que ya habíamos visto la vez anterior que estuvimos con Leo.

Por cierto que ni punto de comparación a una vez con la otra. No sólo por la diferencia de edad de Leo, que amplió nuestro espectro de posibilidades a la hora de montar en una atracción u otra, ni por la compañía, ni por la temperatura (aquella vez, en primavera, recuerdo haber pasado un frío terrible prácticamente todo el día por el viento helador que corría por todas partes), sino, como digo antes, por las filas… Las atracciones infantiles, que aquella vez eran un infierno de esperas eternas para luego montar solo un par de minutos, estaban desiertas, algunas nos las pusieron en marcha prácticamente a nosotros. Perseguimos a las Supernenas por el parque para hacernos una foto con ellas. Leo pilló a Bugs Bunny en su casita repantingado porque no había “clientes” para hacerse una foto con él…

Y yo que soy más cría que la que más, disfruté como una enana. Mi primera impresión del parque fue un lugar en el que apenas había dónde montarse, pero esta vez descubrí muchos lugares, no sólo en la parte infantil, que no me importaría repetir.

Menos mal, porque como comenté varias veces, no soporto las montañas rusas.Siempre digo que para subirme a una tendrían que hacer como con M.A. del Equipo A con los aviones, drogarme para subirme a ella y a ser posible atada y amordazada. No es miedo. Cuando me intentaban covencer de que el miedo se te pasa en la primera bajada, tuve que redefinir lo que yo siento en las montañas rusas. No es miedo. El miedo es una sensación que puede ser hasta agradable (si no, no me gustarían las películas de terror). Pero mi problema con las montañas rusas es que la sensación de velocidad me resulta desagradable. Terrible, horriblemente desagradable, y no siento alivio al bajarme, o al terminar, o con el subidón de adrenalina, como dicen en algunos documentales de T.V. No. Para mí es una sensación desagradable que encima luego me deja con temblor de piernas y con miedo (esta vez sí, es miedo) a repetirla.

Muchas veces, hasta el punto de ser pesada, he contado mi horrible experiencia en el Hotel del Terror del Parque Disney de Orlando. Me convencieron de subir, aunque sabía que era una atracción de caída libre (a las que odio quizás más incluso que a las montañas rusas, si eso es posible), y acepté con la ilusión de las recién casadas por darle el gusto a mi maridín y que él no se perdiera la atracción (la terrible trampa, ya sabéis – si no subes tú, yo no subo, y subes por que él no se pierda la atracción). Así que me dije “Está bien. Subo, caemos, lo aguanto como pueda y cuando nos bajemos, al menos, él habrá disfrutado”.

Así que subimos (íbamos con dos parejas más), tras una larga cola; nos recorrieron un hotel lleno de fantasmas y fenómenos extraños que para mí habría sido atracción más que suficiente (esas SÍ que me encantan), y por fin, sin darnos oportunidad porque vas todo el rato en un cochecito, te meten en el ascensor.

Y te sueltan.

Y cuando llegas abajo, con el estómago en las orejas, las rodillas temblando, ganas de matar al ingeniero psicópata que ha perpetrado semejante instrumento de tortura, o al menos, de denunciarle ante la Convención de Ginebra, y suspirando de alivio porque por fin ha acabado todo y vas a salir de ahí (moderadamente airosa, piensas con orgullo)… entonces, de pronto..

Raca, raca, raca…

… te vuelven a subir…

… y te tiran de nuevo…

Así hasta 3 veces.

Creí morir. Si existe el infierno, creo que eso es lo más parecido que existe.



Y lo peor fue que a raíz de eso le fastidié el resto de las atracciones a Josema, ya que ante la más mínima posibilidad de que una atracción tuviera algo remotamente parecido a una caída semejante, me cerraba en banda aterrorizada y me negaba a subir.

Hasta en el avión de vuelta cuando pasamos por una zona de turbulencias, algo que normalmente no me afecta porque me parecen meros baches, me agarré a su brazo hasta dejárselo blanco.

No. No me dan miedo las montañas rusas. Ni siquiera me da miedo la sensación de caída. Pero me da mucho, mucho miedo, sentir la sensación tan horrible que siento cuando caigo. Y no quiero sentirla.

Están bien para el que le gusten, pero por favor, a mí, cuanto más lejos, mejor.

(Sin embargo, curiosamente, los simuladores de montañas rusas, si no me ponen físicamente boca abajo, ME ENCANTAN).

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