lunes, 18 de febrero de 2008

EL ABRIGO MÁGICO

Érase una vez un abrigo, comprado hace dos años largos en el rastro-mercadillo de Zaragoza. Era un abrigo anodino, de color marrón “camel”, pero cómodo y amplio, ideal para esos días de invierno en que una se pone cuatro jerseys debajo para no pasar frío, para ir de aquí a allá y no preocuparse de si se cae, se estropea, o se ensucia.

Ese abrigo era la única prenda capaz de calmar las ansias destructivas del gato psicópata de Elena y Miguel, en Huesca, Don Vito. Cuando el abrigo estaba sobre el sofá, Don Vito se acurrucaba y se dormía en él. Durante una partida de rol el abrigo cayó al suelo, y Don Vito se acurrucó y se quedó dormido en él. Los sufridores propietarios del psico-gato se asombraron “Ese abrigo le gusta”. Pero la cosa no pasó de ahí.

Algunas semanas después fue el Salón del Comic en Zaragoza. Tanto el sábado como el domingo acudí enfundada en el mismo confortable abrigo. El sábado un extraño grupito de tres personas disfrazados de Amish se convirtieron en el centro de atención, no por sus disfraces, sino por su compañía. Una pequeña, adorable ratita blanca y negra iba en el hombro de una de las chicas, como si fuera el loro de un bucanero, sin asustarse por la multitud ni que su dueña se preocupase porque el animalito se cayera o se perdiese. Cuando nos acercamos a ellos, la ratita reaccionó de nuevo ante el abrigo mágico. Cualquiera con sentido común diría “Ese abrigo tenía que oler a gato desde kilómetros de distancia”, ¿no? (si añadimos a la preferencia del mismo como colchón por parte de Don Vito el hecho de que en casa también tengamos un gato, aunque éste ignore los efluvios mágicos del abrigo o finja hacerlo con cierto éxito). Pues no.

La ratita insistía en subirse en mi hombro y perderse en los pliegues de mi abrigo, a pesar de los intentos del resto del público por tenerla ellos también en sus manos. A la única a la que acudía más que a mí era a su legítima dueña.

El rumor sobre las propiedades del abrigo empezó a forjarse allí. No era normal que una ratita insistiera en estar en un abrigo que huele a gato.

Aproximadamente un mes después, en enero, me comunican mis padres que mi tía Luisa tiene una perrita. Lo de perrita es un eufermismo, ya que el animalito es un cachorro de pastor alemán de dos meses que ya pesa cinco kilos y tiene unas patas más grandes que la palma de mi mano. Parece un osezno, y por ello tiene el apropiado nombre de Nuca.

El día que fuimos a conocerla yo llevaba el abrigo mágico.

Y el abrigo mágico fue su centro de atención a la hora de jugar y mordisquear, teniendo que escaparme de ella para que no me babease la manga.

Al final, las sospechas (al menos por mi parte) empiezan a recaer sobre el estado de higiene general del abrigo. No es que esté asquerosamente sucio, pero a algo debe de oler cuando tres animales de tres especies distintas han decidido que ese abrigo es su prenda humana favorita para frecuentar.

Así que la semana pasada el abrigo mágico acabó en la lavadora. Lavado a 40º, centrifugado y secado. El viernes volví a ponérmelo, seco y como nuevo, y el sábado nos fuimos a Teruel, a la fiesta de los Amantes. En dicha fiesta una de las atracciones fue una exhibición de cetrería. Las hermosas aves rapaces estaban atadas a unos postes en un rincón de la plaza, a la vista de todos para que pudiéramos admirarlas antes del espectáculo, y uno de los encargados del mismo se paseaba entre el público con una pitón albina enroscada en el cuello. La gente volvía a arremolinarse a su alrededor, y visto que el animal era manso y permitía que le acariciaran, allá que fuimos en tromba a disfrutar del tacto de su brillante piel.

Cuando me puse frente al muchacho de la serpiente enroscada, esta decidió que mi abrigo (recién lavado) tenía un olor muy interesante, y pese a los intentos del resto de la gente de que la serpiente les mirase a ellos, ella dirigía siempre su cabeza hacia mí. No cambió de “percha” porque el dueño no se lo permitió – pero aparte de ello, la atracción del abrigo volvía a manifestarse.

La rematadera fue cuando por fin comenzó la exhibición.

Buscamos un hueco en un lado de la escalinata de los Amantes, ya que la exhibición era en la plaza, y ya estaba atestada de gente. Desde allí se veía todo más o menos bien, y disfrutamos de los halcones y otras rapaces diurnas, hermosas como ellas solas, que volaban alto y lejos, de vez en cuando se posaban en brazos de personas del público por indicación expresa del cetrero, e incluso en alguna ocasión se posaban relativamente cerca de dónde nosotros estábamos.

Hacia el final, soltaron un hermosísimo buho real. En su primer vuelo se posó en la barandilla de la escalinata, unos metros por debajo de donde nosotros estábamos, y Leo a mi lado se puso muy nervioso. Ni de coña llegábamos a tocar al pájaro, pero estaba TAN cerca que pensé que valía la pena probar.

La segunda vez que le hicieron alzar el vuelo, levanté el brazo, enfundado, como no, en mi abrigo mágico.

Pese a que nuestra zona de la barandilla era diagonal, o sea, que no ofrecía al buho ninguna buena superficie dónde posarse, él vino directamente hacia mí. Tan directo, tan decididos se veían sus bellísimos ojos naranjas, que no pude evitar asustarme y recular un poco, por lo que al final el buho no se posó en mi brazo como parecía, sino en la barandilla justo a nuestro lado. Pudimos acariciarlo y disfrutarlo un buen rato, ya que era muy manso y obediente, aunque en ningún momento quitó los ojos de dónde estaba su amo.

Pero la leyenda del abrigo terminó de consolidarse ese día. Tengo un abrigo mágico. Jamás me desprenderé de él (y si lo hago, lo pondré a la venta en eBay para los reporteros de National Geographic, ja!)

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